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apuntes del natural
El narrador y las personas del verbo
Categories: Literatura, Retórica

Creo que existe una cierta confusión a la hora de tratar la figura del narrador por parte de los narratólogos. Seguramente, ésta se debe a la manía, heredada del romanticismo, de ensalzar el Yo hasta donde no existe Yo alguno. Mi tesis es que solamente podemos hablar de narrador cuando el discurso está construído en tercera persona del singular. Cuando se construye un discurso sobre las demás personas del verbo, obtenemos otra cosa que nada tiene que ver con el narrador. No es sólo una cuestión de nombres. Lo que pretendo mostrar es precisamente que el problema es más profundo y que llamar narrador a algo que no lo es limita nuestra capacidad tanto para leer como para escribir una narración.

Esta confusión a la que me refiero ha llevado a hablar de narrador en primera persona, narrador en tercera persona (lo que, en realidad, podría considerarse un pleonasmo) y, en raras ocasiones, en la mayoría de las cuales hay una evidente voluntad de impresionar al lector, narradores en segunda persona. Por la misma regla de tres podríamos hablar de narradores en primera, segunda y tercera del plural, aunque curiosamente esa distinción parece no interesar a los narratólogos (quizá porque intuyen que dan lugar a discursos poco o nada narrativos). El problema que encuentro en esta concepción es que las razones que da al escritor para escoger uno u otro tipo de narrador son bastante arbitrarias, y al lector no le aporta nada saber que un narrador está en primera persona porque usa la primera persona. Es trivial. Todo lo más, se puede decir que un narrador en primera persona es más cercano que uno en tercera, pero esto tampoco deja de ser una trivialidad. El resto de razones no son más que preferencias personales, en el mejor de los casos, o intentos de disimular carencias narrativas, en la mayoría de ellos.

El narrador es una entidad que está en tierra de nadie. No es real, tampoco forma parte de la ficción (aunque a veces se usa el recurso de sorprender al lector integrando al narrador en la trama en un momento dado, o hacer que narre uno de los personajes que no por ello, como se verá más adelante, se convierte en narrador. De hecho, esto ocurre bastante a menudo) y, sin embargo, ése ente es el que posibilita la narración. Quisiera por un momento mantenerme en la idea tradicional de narrador: un narrador omnisciente que, a veces, como en el caso de Stendhal, se permite incluso opinar o interpelar al lector. Cualquier escritor, así como la mayoría de los lectores, tienen claro que las ideas y opiniones manifestadas por ese ente no son necesariamente las del autor. Lo que no parecen tener tan claro ni escritores ni lectores es que las leyes que rigen el discurso del narrador no son las mismas que las que rigen a cualquier otro personaje. Su privilegiada posición en el reparto de papeles le hace aparecer como una especie de semidios que todo lo sabe y que cuenta lo que quiere. Con la llegada de la modernidad, los lectores empiezan a pedir cuentas a esa figura: ¿Quién es?, ¿qué pinta en toda esa historia?, ¿quién le ha otorgado esos privilegios y por qué? El narrador entonces tiene que empezar a justificarse y su papel empieza a resquebrajarse. Empiezan a abundar narradores en primera persona, identificados con el protagonista o con algún personaje cercano, empiezan a explicarse las razones de su posición privilegiada y, en poesía, incluso se inventa un fenómeno parasitario llamado Yo poético que, a parte de ser una entidad innecesaria para escribir o explicar el poema investida, eso sí, de aires místicos, permite a algunos poetas mentir como bellacos (como si antes del Yo poético no estuviesen ya legitimados a hacerlo, pero ahora parecen tener una coartada ética).

¿Quién es el narrador? La respuesta a esta pregunta es muy sencilla, pero no gustará a todo el mundo, estoy seguro: el narrador no es nadie. Y eso es precisamente lo que le da sus privilegios. En el momento en que el narrador es alguien (bien el autor, bien uno de los personajes) tiene que empezar a justificarse y eso se convierte en el cuento de nunca acabar. Cuando al narrador se le exige justificar quién es, la verosimilitud, la fantasía, el cambio de punto de vista, la libertad del flujo de pensamiento e incluso la unidad de tiempo y acción se ven seriamente comprometidos, porque precisamente eso es lo que es el narrador: mera unidad del hilo narrativo. El narrador no es quién, sino qué. El narrador es, simplemente, la narración misma hablando por su propia boca. Todo lo demás son simulacros. La pregunta entonces es: ¿puede haber narración sin narrador? Por supuesto que sí. La narración no tiene por qué hablar. Puede ser narración muda que deje hablar a los personajes, incluso a uno sólo. La narración puede ser el autor hablando directamente acerca de sus pensamientos, exhortando, vituperando, divagando. La narración puede ser el pensamiento del lector tratando de ensamblar todas las piezas del rompecabezas. Pero ni el lector será entonces narrador, sino lector, ni el personaje será otra cosa que personaje, ni las voces dialogadas serán otra cosa que voces dialogadas. Ahora bien, en el momento en que acotemos esas voces, en el momento en el que describamos lo que sucede, en el momento en que ayudemos al lector a hilvanar todas las piezas, aparecerá, como por arte de magia, el narrador (y apuesto lo que sea a que lo hace en tercera persona, salvo que el autor fuerce a conciencia lo contrario, véanse a modo de ejemplo las acotaciones teatrales, en cuya redacción la voluntad de estilo del autor suele estar bastante distraída, pero es la representación más esquemática de la naturaleza del narrador). Si el narrador aparece en nuestra narración, tendremos que ser consecuentes con ello y hacerle jugar según sus propias reglas. Si el narrador narra, que lo haga libremente. No tiene por qué justificarse. Y a quien no le guste eso, que se vaya a un bar a charlar con los amigos, que ahí no le molestará ninguna voz en off.

Si esto que digo es verdad, queda por justificar qué son los llamados narradores en primera persona, segunda, o incluso en las personas del plural. Cuando uno está familiarizado con los dispositivos retóricos y su modo de empleo se da cuenta de que narrar en primera persona o en segunda o en tercera condiciona la totalidad de los recursos narrativos que utiliza. O, visto desde el ángulo contrario, al utilizar ciertos dispositivos se narra de forma espontánea en determinadas personas y es precisamente eso lo que determina si hay o no hay narrador.

Cuando narramos en primera persona del singular lo que realmente construímos con nuestro discurso no es un personaje, sino su voz. Por supuesto esta voz es metonímicamente el personaje, pero no el personaje en sí. Para construír una voz nos valdremos siempre de un abanico de recursos proporcionados por la elocutio (y especialmente de la compositio) y, a la vez, buscaremos en la dispositio las figuras que más nos ayuden a dibujar acústicamente esa voz. La sermocinatio es una de los recursos más útiles de los que se puede valer un escritor a este respecto. También se puede utilizar la prosopopeya, recurso fundamental de las fábulas, pero que aparece también mucho en el teatro (el fantasma del padre de Hamlet quizá sea el ejemplo más célebre), en las películas de Disney y en los documentales del National Geographic.

El diseño de voces quizá sea la primera tarea que debe aprender un escritor (y es sorprendente la incompetencia que demuestran muchos de ellos en esta materia) por dos razones: la primera es que es prácticamente encontrar una narración larga que no tenga que mostrar, tarde o temprano, la voz de uno o más de sus personajes. La segunda razón es que el diseño de una voz pone en juego todo el aparato de recursos de los que puede valerse un escritor. Nada más difícil que hablar como lo haría otra persona sin que resulte inverosímil o caricaturesco. En la literatura reciente tenemos un ejemplo de maestría en la creación de voces (que no necesitan de narrador alguno) en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Pongo a continuación algunos ejemplos de las distintas voces que se pueden encontrar en la segunda parte de esta novela:

Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Durante un rato estuvimos en silencio. Los muchachos parecían cansados y yo estaba cansado. ¿Y qué pasó con Encarnación Guzmán?, dijo de pronto uno de ellos. Era la última pregunta que hubiera esperado oír y sin embargo era la única pregunta que nos permitía seguir. Me tomé mi tiempo en contestarle. O tal vez primero le contesté telepáticamente, algo usual en los viejos borrachos, y luego, ante la evidencia, abrí la bocota y le dije: nada, muchachos, les dije, no pasó nada, lo mismo que con Pablito Lezcano y conmigo y si me apuran hasta con Manuel. La vida nos puso a todos en nuestro lugar o en el lugar que a ella le convino y luego nos olvidó, como debe de ser.

Este personaje (dipsómano manifiesto) tiene una sintaxis desordenada, a veces incluso incoherente (…abrí la bocota y le dije: nada, muchachos, les dije…). Se corrige a sí mismo constantemente, como si le costase precisar a la primera (Me tomé mi tiempo en contestarle. O tal vez primero le contesté telepáticamente, algo usual en los viejos borrachos…) Su lenguaje es coloquial y se vale de diminutivos y apelativos cariñosos (Pablito Lezcano) con frecuencia para demostrar que él es amigo de todo el mundo, que conoció a muchísima gente, hecho que además tendrá una importancia crucial en la novela.

Carlos Monsiváis, caminando por la calle Madero, cerca de Sanborns, México DF, mayo de 1976. Ni encerrona ni incidente violento ni nada de nada. Dos jóvenes que no llegarían a los veintitrés, los dos con el pelo larguísimo, más largo que el de cualquier otro poeta (y yo puedo dar fe de la longitud de la cabellera de todos), obstinados en no reconocerle a Paz ningún mérito, con una terquedad infantil, no me gusta porque no me gusta, capaces de negar lo evidente, en algún momento de debilidad (mental, supongo), me recordaron a José Agustín, a Gustavo Sainz, pero sin el talento de nuestros dos excepcionales novelistas, en realidad sin nada de nada, ni dinero para pagar los cafés que nos tomamos (los tuve que pagar yo), ni argumentos de peso, ni originalidad en sus planteamientos. Dos perdidos, dos extraviados.

Monsiváis tiene además el interés de ser una persona real. Puede verse una muestra de su forma de expresarse en esta entrevista que he encontrado en internet. Es revelador comprobar cómo su sintaxis tiene las mismas características que las del personaje de la novela. Dejo a continuación una muestra de la voz del Monsiváis real:

Carlos Monsiváis: No se puede creer en la idea del arte mexicano, simplemente porque el gentilicio no tiene mucho que ver en estos asuntos. Lo que sí creo es en la idea de un arte hecho en México, arte hecho fuera de México por mexicanos, arte que tiene que ver sobre todo con temas mexicanos y arte que una comunidad adopta como suyo por la temática, por la costumbre, o por la afición a lo que consideran les pertenece; pero arte mexicano no creo que exista pues sería como si las manos de la esencia pintaran, grabaran, dibujaran… Creo que lo que se vive, y muy fuertemente, es el modo en que la costumbre se transforma en sentimiento nacional en la manera de observar el arte.

La pedantería de éste personaje queda patente en su resistencia a utilizar oraciones simples. Yuxtapone sin pudor, hasta con cierto placer, incluso corta el ritmo sintáctico para introducir digresiones parentéticas. Y, cuando no yuxtapone, utiliza oraciones periódicas, como en el caso de la primera: Ni encerrona ni incidente violento ni nada de nada (periodo trimembre). Es evidente, aún sin atender a lo que dice, sólo atendiendo  a la estructura sintáctica de su discurso, que rehuye la simplicidad.

Xosé Lendoiro, Terme di Traiano, Roma, octubre de 1992. Fui un abogado singular. De mí se pudo decir, con igual tino: Lupo ovem commisisti que Alter remus aguas, alter tibi radat harenas. Sin embargo yo prefería ceñirme al catuliano noli pugnare duobus. Algún día mis méritos serán reconocidos.

Aquí la estructura sintáctica es súmamente simple (frase punto, frase punto, que haría las delicias de Azorín), pero su voz se caracteriza por el abuso de latinajos con los que pretende subrayar su pureza idiomática (latinitas est quae sermonem purum conservat, la latinidad es lo que conserva puro el lenguaje, Retórica a Herennio). Se trata de un estilo simple pero ampuloso, como subraya la última frase citada (Algún día mis méritos serán reconocidos) en pasiva.

La segunda parte de Los detectives salvajes es, además, un buen ejemplo de esa obsesión del lector contemporáneo por pedir cuentas al narrador. Todo él es un mosaico de voces en el que no hay narrador alguno. Están puestas una detrás de otra. Y sin embargo, podemos encontrar fácilmente a comentaristas que se preguntan por el entrevistador (al que en la novela no se hace referencia alguna) presuponiendo que alguien tiene que haber recogido todas esas voces, que no es posible que estén ahí sin más, cuando hasta el título del libro sugiere que el propio lector debe hacer la labor de detective para que la narración sea posible.

La acumulación de voces de Los detectives salvajes pulveriza, de entrada, la posibilidad de un punto de vista (de hecho, conocemos todos los puntos de vista excepto los de los dos personajes protagonistas, perseguidos por la narración, pero nunca alcanzados). La narración no surge de ninguna de esas voces, sino del conjunto de todas ellas, como quien da un paso atrás para mirar un cuadro. No hay, por tanto, una voz de la narración. No hay narrador. La narración la crea el lector, como la retina crea la mezcla de colores en los cuadros puntillistas.

Cuando narramos en segunda persona del singular es inevitable construir un diálogo (pudiendo ser éste dialogado o monologado, éste último con interlocutor ausente, como en el género epistolar). De más está decir que para dialogar resulta imprescindible saber diseñar dos voces claramente distintas y que, por lo tanto, nos resutarán útiles todos los recursos mencionados al hablar de la narración en primera persona. Pero adquirirán aquí particular relieve las figuras de pensamiento y, en especial, aquellas relacionadas con la dialéctica. Puede ocurrir también que el discurso utilice la segunda persona para interpelar al lector, pero es muy difícil mantener esas interpelaciones mucho tiempo sin agotarlo. Ese recurso puede utilizarse como sucesivas apóstrofes que salpiquen el discurso, pero no hay manera de hacer de ello el fundamento de una narración, entre otras cosas, porque un diálogo en el que todas las preguntas son retóricas acaban por agotar a un lector condenado a no poder responder, a no poder participar y, por lo tanto, con la constante sensación de que en ese diálogo asimétrico le están haciendo trampa.

En realidad, la narración en segunda persona no deja de ser una variedad de la narración en primera, puesto que siempre se presupone un yo que interpela a ése tú. Pero ese yo no puede considerarse un narrador, sino una voz ya que, si bien el narrador, como hemos visto, no es nadie, el yo que interpela será tomado como un personaje o como el propio autor. El narrador se caracteriza precisamente por no tener que ceñirse a una identidad unitaria, como veremos a continuación.

La narración en tercera persona del singular es aquella en la que existe propiamente un narrador. Es quizá la más libre de las modalidades vistas hasta ahora, no sólo porque en ella se pueden intercalar diálogos y, por lo tanto, voces, sino porque así como una voz tiene que ser siempre igual a sí misma para que la identifiquemos siempre con el mismo personaje, el narrador puede mudar de voz cuando le venga en gana, puede incluso usar las voces propias de otros personajes en tercera persona, que es un modo sutil de acercar al lector al personaje sin necesidad de entrar en su mente. Si el límite de un personaje es su voz, el narrador puede transgredir siempre que quiera (y el autor sepa hacerlo) ese límite para convertirse en una suerte de polifonía de voces que permita un punto de vista poliédrico. Precisamente por eso, la narración en tercera del singular es la más complicada porque, además de los recursos vistos hasta el momento, deben sumarse el dominio de la evidentia , écfrasis o hipotiposis,  que permiten realizar vívidas descripciones de lugares y hechos, y todos los tropos y figuras que contribuyan a realzar esta vividez (enumeración pormenorizada de los detalles, suspensión del ritmo de la narración, en ocasiones el uso del presente histórico, etc). El narrador es quien hace verdaderamente posible el ut pictura poiesis horaciano, y preguntarse quién es el narrador es como mirar un cuadro y preguntarse quién es el color azul. Esta técnica narrativa se sustenta en la creación de imágenes por medio de palabras y es uno de los fundamentos de todo el arte de la retórica, así como del arte de la memoria. De los autores clásicos pasó a los clérigos medievales, que la utilizaron para describir en sus sermones las alegrías del cielo y los tormentos del infierno. La Divina Comedia es quizá su mayor exponente, pero también encontramos restos de estas técnicas en los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola (sorprendentemente cercanos a los ejercicios de meditación budistas) y, a través de los jesuítas, llegan al gran maestro de la narrativa del siglo XX: James Joyce, que fundamenta su teoría literaria de la epifanía en la écfrasis. En su Retrato de un artista adolescente, Joyce utiliza la voz del protagonista, Stephen Dedalus, y hace que esta voz evolucione a medida que el personaje se va haciendo mayor. Resulta curioso observar que Joyce, el inventor del monólogo interior, no emplee para ello la primera persona del singular, sino que utilice la tercera persona. Joyce no quiere una voz, quiere un narrador con todos sus recursos a punto. Es ese narrador quien, desde la tercera persona, nos acerca al personaje imitando su forma de hablar, pero mantiene en todo momento clara la distinción entre narrador y personaje.

En el primer capítulo, el narrador imita prácticamente los balbuceos del niño Stephen que mira por primera vez el mundo. Esa primera mirada no puede ser expresada más que con el lenguaje de un niño (un lenguaje al mismo tiempo lírico y lúdico) un lenguaje casi musical que no duda en recurrir a las onomatopeyas y a las canciones infantiles:

Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran), había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esa vaquita que iba por un caminito se encontró a un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa…

Éste era el cuento que le contaba su padre. Su padre le miraba a través de un cristal: tenía la cara peluda.

Él era el nene de la casa. La vaquita venía por el caminito donde vivía Betty Byrne: Bettty Byrne vendía trenzas de azúcar al limón.

En el segundo capítulo el lenguaje ya ha abandonado esa marcada musicalidad, ha dejado de ser tan lúdico, ha perdido la sorpresa, como el propio narrador usando la voz de un Stephen algo más maduro cuenta en éste párrafo:

Cuando el tren arrancó de la estación, le vino a la memoria aquel asombro infantil experimentado años atrás el primer día de su estancia en Clongowes. Pero ahora no experimentaba asombro ninguno. [...]La fría luz del amanecer caía sobre el campo, sobre las tierras desoladas y las cerradas cabañas. Y al mirar el campo silencioso o al oír de vez en cuando la respiración profunda y los súbitos movimientos que su padre hacía al dormir, el terror del sueño fascinaba su espíritu.

En el tercer capítulo, después de regodearse durante veinte páginas reproduciendo el sermón de uno de los profesores de Stephen acerca de los peligros del pecado y los rigores del Infierno (donde Joyce hace patente la deuda de su estilo con los ejercicios de composición de lugar jesuíticos) el narrador habla ya en otro tono, siempre desde la perspectiva del protagonista, pero nunca siendo él:

No había habido palabra que no se le aplicase a él. Era verdad. Dios era todopoderoso. Dios podía llamarle ahora, llamarle mientras estaba sentado en su pupitre, antes de que hubiera podido tener conciencia de la llamada. Dios le había llamado. ¿Sí? ¿Cómo? ¿Sí? La carne se le contrajo como si sintiera la proximidad de las voraces llamas, reseca como si sintiera a su alrededor el remolino del sofocante aire. Se había muerto. Sí. Y estaba siendo juzgado. Una onda de fuego pasó rápidamente por su cuerpo: la primera. Otra oleada. Su cerebro comenzó a abrasarse. Otra. Su cuerpo hervía y burbujeaba dentro de la crepitante morada del cráneo. Y las llamas salían de su cabeza como una aureola, gritando como si fueran voces:

-¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno!

Alguien hablaba cerca:

-Sobre el Infierno

-Supongo que os lo habrán hecho entrar bien a lo vivo.

-¡Bien a lo vivo!, ¡Como que nos ha hecho a todos dar diente con diente!

Ese bien a lo vivo es precisamente lo que se consigue con la ecfrasis. Y para ello, Joyce necesita del narrador. La subjetividad pura no puede dar lugar más que a imágenes demasiado desligadas de la realidad. Sin embargo, el ojo que todo lo ve de la tercera persona del singular permite imágenes como la que ofrece en el cuarto capítulo la contemplación que un ya adolescente Stephen hace del cuerpo de una muchacha:

Una muchacha estaba ante él, en medio de la corriente, mirando sola y tranquila mar afuera. Parecía que un arte mágico le diera la apariencia de un ave de mar bella y extraña. Sus piernas desnudas y lagas eran esbeltas como las de la grulla y sin mancha, salvo allí donde el restro esmeralda de un alga de mar se había quedado prendido como un signo sobre la carne. Los muslos más llenos, y de suaves matices de marfil, estaban desnudos casi hasta la cadera, donde las puntillas blancas de los pantalones fingían un juego de plumaje suave y blanco. La falda, de un azul pizarra, la llevaba despreocupadamente recogida hasta la cintura y por detrás colgaba como la cola de una paloma. Su pecho era como el de un ave, liso y delicado, delicado y liso como el de una paloma de plumaje oscuro. Pero el largo cabello rubio era de una niña; y de niña, y sellado con el prodigio de la belleza mortal, su rostro.

Estaba sola e inmóvil mirando mar adentro, y cuando sintió la presencia y la adoración de los ojos de Stephen, los suyos se volvieron hacia él, soportando tranquilamente aquella mirada, ni vergonzosos ni provocativos. Estuvo así largo tiempo, y luego, imperturbable, retiró sus ojos de los de él y, dirigiéndolos hacia la corriente, se puso a menear despacito el agua, acá y allá, con los pies. El primer rumor del agua dulcemente removida rompió el silencio, suave, tenue, susurrante, tenue como las campanas de un ensueño. Acá y allá, acá y allá. Y una llamita imperceptible temblaba en las mejillas de la muchacha.

-¡Dios del cielo! -exclamó el alma de Stephen en un estallido de pagana alegría.

Si en mitad de esta imagen pidiésemos explicaciones al narrador acerca de quién es, la magia de la escena se desvanecería. No es la niña, no es Stephen, no es un testigo de la escena, pero tiene algo de cada uno de ellos. Evidentemente el punto de vista predominante es el de Stephen, pero también entiende la actitud de la niña mejor que el propio Stephen (demasiado fascinado para comprender nada). La voz que oímos es la voz de la propia escena, impregnada del lenguaje de Stephen, pero también de la vergüenza de la muchacha. Sólo queda ya comprobar cómo evoluciona la voz del narrador cuando presenta a un joven Stephen Dedalus ya universitario:

Toda aquella ciencia con la que suponían que él llenaba sus horas y que le había apartedo de sus camaradas de juventud, se reducía a un almacén de máximas de la poética y la psicolocía de Aristóteles y a una Synopsis Philoslphiae Scholasticae ad mentem divi Thomae. Su pensamiento era como un crepúsculo de duda y de desconfianza propia, alumbrado acá y allá por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de tan diáfana claridad que, en aquellos instantes el mundo se deshacía bajo sus pies, como si hubiera sido consumido por el fuego; después su lengua se anudaba y sus ojos permanecían mudos ante las miradas de los demás, porque se sentía envuelto como en un manto en el espíritu de la belleza y el contacto, aunque sólo fuera en sueños, con todo lo noble. Pero cuando le abandonaban estos breves raptos de silencioso orgullo, se sentía contento de hallarse entre las otras vidas vulgares, de seguir su camino impávido y con alegre corazón a través de la miseria, el bullicio y la indolencia de la ciudad.

Son cinco las voces que Joyce utiliza en la novela (sin contar las voces dialogadas que intercala en la narración). Cinco las voces que utiliza el narrador para acercarnos a Stephen Dédalus, pero jamás para fingir ser él. Si lo intentara, invitaría al lector a hacerse preguntas que no convienen. Imaginemos la cita del primer capítulo en primera persona: “Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran), había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esa vaquita que iba por un caminito se encontró a un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa… Éste era el cuento que me contaba mi padre. Mi padre me miraba a través de un cristal: tenía la cara peluda. Yo era el nene de la casa. La vaquita venía por el caminito donde vivía Betty Byrne: Bettty Byrne vendía trenzas de azúcar al limón.” ¿Quién es yo?, ¿Stephen Dedalus?, ¿por qué habla en pasado si habla aún como un niño? ¿En qué momento de su vida se encuentra Stephen? y aún si lo pasásemos todo a presente, aún nos invitaría a preguntarnos ¿se trata de un diario?, ¿de reflexiones y recuerdos?, y ¿qué hace un niño pequeño escribiendo un diario o una colección de reflexiones?… si convertimos al narrador en el personaje, la verosimilitud del discurso hace aguas por todas partes. El ámbito de lo verosímil se estrecha y empobrece cuando no hay narrador.

La narración en las personas del plural entra ya en el terreno del discurso público y es eminentemente oratoria (cuando no panfletaria), pues se quiera o no, siempre parece dirigida a un auditorio. Y si lo parece es que lo está. De hecho, se podría aventurar cierta relación entre los tres géneros de causa y las tres personas del plural diciendo que en el género deliberativo trata sobre lo que nosotros (por ejemplo, el pueblo ateniense) debemos hacer en el futuro, el judicial sobre lo que vosotros (el tribunal) debéis juzgar de los hechos pasados y el epidíctico sobre  ellos (los antepasados, los persas, o cualquier objeto del discurso que pueda ser vituperado o alabado, ya que en este género el auditorio no tiene influencia alguna sobre los hechos). Aunque esta relación me parece sugerente, lo cierto es que también me parece algo forzada, lo reconozco. Lo que sí está claro es que dirigirse a un Nosotros, a un Vosotros, o a un Ellos ya define en gran medida la intención del discurso. Y lo habitual, sobre todo en política, es que esos discursos estén destinados, precisamente, a determinar quienes somos Nosotros, quienes sois Vosotros y quienes son Ellos. Y, por supuesto, aunque cualquiera de estos discursos y géneros se puede valer de la narración con fines persuasivos, no existe en ellos nada parecido a un narrador. Por el contrario, el orador, que es la voz del discurso en todo momento, se identifica plenamente con el autor y de él saca en gran medida la autoridad (o la falta de ésta) que puedan tener sus argumentos. Por poner un ejemplo claro de esto último, sería muy inquietante que el rey de España dijese en su discurso navideño: vosotros, los españoles, tenéis que luchar por un futuro mejor.

Por todo lo expuesto, me parece inadecuado no sólo llamar narrador a lo que no lo es sino, más grave aún, tratar como narradores lo que simplemente son voces, diálogos, o discursos que nada tienen de narrativo (como la lírica) ya que aparecen entonces desdibujados espectros como el Yo poético sobre el que se han malgastado ríos de tinta cuando en realidad hubiera bastado una sola frase: es un espejismo. En la lírica no hay un Yo, sino una voz, o un conjunto de ellas, que hablan sobre el mundo percibido, más que por la conciencia individual del autor, por sus sentidos. Hay un traslado del mundo al lenguaje en el que no media Yo alguno. La lírica es mundo hecho sensación, sensación hecha palabra y palabra hecha imagen. Nada pinta el poeta, nada pinta el lector. Sólo pintan las palabras.

Pero los géneros narrativos son harina de otro costal. Narrar significa crear un espacio-tiempo objetivo (el cronotopo, que decía Bajtín). Y es esa objetividad la que desconcierta a la sensibilidad moderna. Desde el idealismo filosófico el mundo objetivo está en constante proceso de derribo. La sensibilidad contemporánea se caracteriza por aniquilar cualquier pretensión de objetividad. La realidad objetiva no es, para los filósofos, ni para la cultura contemporánea (incluyendo la cultura de masas) demostrable. Como formula la célebre pregunta: Si un árbol cae en el bosque y nadie lo ve y nadie lo oye, ¿ha caído realmente? Quizá en el mundo real no haya caído para un idealista o para un relativista contemporáneo, pero en la literatura sí; porque esa caída, aunque no es percibida por nadie, es narrada. Y para que eso ocurra son necesarias dos cosas: que haya un narrador y que ese narrador no sea nadie.

 

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