Imaginemos por un momento, en plan ciencia ficción, que la sociedad evoluciona hasta un estadio en el que el trabajo humano se hace prácticamente innecesario. Lo justo para cubrir lo que podríamos llamar unos servicios mínimos, el mantenimiento de las máquinas que trabajan por nosotros y poco más. ¿Qué ocurriría entonces?, ¿dejaríamos todos nuestros bártulos, pacíficamente, y nos iríamos a casa a disfrutar de la buena vida? Me da a mi que no sería tan sencillo como eso. Para empezar, habría que decidir quien se va y quien se queda a cubrir esos servicios mínimos. E imagino que los que se quedaran no lo harían de buen grado. En una dictadura la cosa sería más sencilla, porque se elegirían a dedo y sanseacabó. Pero en una sociedad democrática como la nuestra, por muy de boquilla que lo sea, habría que elaborar una justificación. Y si resulta que todos somos iguales por nacimiento, esa justificación difícilmente será posible. Quizá sea más práctico hacer como que no ha pasado nada, inventar ocupaciones intrascendentes para la población y convencerla de que esos trabajos son igual de necesarios que el cultivo de alimentos, o la creación de infraestructuras que hagan el mundo habitable para el hombre. Y, una vez convencidos, mantenerlos indefinidamente trabajando para nada a cambio, por supuesto, de un sueldo.
Así las cosas, esa sociedad debería autofinanciarse, hasta donde fuera posible, a todos esos trabajadores innecesarios pero que, como todos los demás, merecen un sueldo por desperdiciar ocho horas diarias de su vida, es decir, esos trabajos inútiles deberían generar algún tipo de riqueza. ¿Cómo?, pues haciendo que los propios trabajadores compren lo que no necesitan, financiando así otros puestos de trabajo tan inútiles como el suyo. Ese excedente de trabajadores deberá ser productivo, por absurda que resulte la premisa, ya que la mayoría de los trabajadores de esa sociedad son, por definición, improductivos. La tarea de mantener en pie toda la farsa no es fácil, pero poco a poco se consigue mediante la ampliación del concepto de trabajo: Trabajo es todo aquello que proporcione un sueldo a cambio de la productividad (que no producción) del trabajador, y productividad no es ya la consecución de un bien necesario, sino todo aquello que permite financiar la actividad de los trabajadores y, ya de paso, obtener una plusvalía para el contratador. De este modo, como un gigantesco Sísifo, la sociedad perpetúa la necesidad de seguir trabajando para nada. Pero toda esta parafernalia tiene un límite: aquellos que no consigan fingir que trabajan ya no podrán disfrutar de las ventajas del progreso ni dedicarse a disfrutar de la buena vida. Los que no sepan fingir que son necesarios se quedarán parados y se verán obligados a llevar a cabo una actividad completamente antinatural: buscar trabajo.
A estas alturas cualquiera sospechará que en realidad no estoy hablando de una sociedad hipotética, sino de aquella en la que vivimos. La cantidad de gilipolleces a la que se dedica la población hoy en día no tiene parangón en la Historia. Si hay que llevar un vaso de una mesa a otra se contratará a un tipo para que valore una mesa, otro que valore la otra, un especialista en vasos, un asesor que los reúna a todos y que sea capaz de tener una percepción global del asunto y, finalmente, a un tipo (probablemente el que menos cobre de todos) que coja el vaso y lo traslade. Es posible que en épocas de vacas flacas contraten a un asesor externo que les ayude a reducir gastos, y este les sugerirá que le bajen el sueldo al tipo que mueve el vaso, el menos cualificado de todos ellos. Si éste se resiste no hay problema, hay toda una franja de trabajadores en reserva dispuesta a cobrar mucho menos que él por mover un vaso. Estos trabajadores en reserva, a base de ser rechazados una y otra vez, han pasado por toda suerte de depresiones y han llegado a no valorarse a sí mismos, así que recibirán un trabajo mal pagado como maná caído del cielo y tardarán un tiempo en recuperar su dignidad y empezar a protestar por su injusta situación. Cuando lo hagan, patada y a la calle. Se mete a otro parado con el ánimo por los suelos y ya está.
Para que todo esto sea posible es necesaria una piedra angular en la que reposa toda esta falacia, un axioma irrebatible: Trabajar es bueno. El trabajo dignifica o, como rezaba en la entrada al campo de concentración de Auschwiz con notable cinismo: Arbeit macht frei (el trabajo te hará libre).
La historia ha demostrado que en la sociedad, lo normal, es que no haya trabajo suficiente para mantener a todo el mundo ocupado. La solución que se dio siempre a este problema, desde los albores de la civilización fue el esclavismo. La idea era más o menos la siguiente: hay dos tipos de personas, los hombres libres y los que no lo son. Éstos últimos son los encargados de llevar a cabo el trabajo necesario para mantener en pie la sociedad. La libertad, como vemos, tenía también en aquella época una estrecha relación con el trabajo: era su antónimo. Un hombre libre era, por definición, aquél que no necesitaba trabajar para sobrevivir. El Estado garantizaba a sus ciudadanos esta libertad. De este modo, los ciudadanos libres podían llevar a cabo las tareas propias de los seres humanos (y no las de un animal de carga) que pasaron a conocerse como Artes Liberales, a saber: la gramática, la dialéctica, la retórica, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Todo lo demás era propio de esclavos.
La idea que tenemos de los esclavos, en gran medida condicionada por las películas, no se corresponde del todo con lo que realmente significaba ser un esclavo. Muchos disfrutaban de una vida cómoda, dinero, e incluso algunos de ellos recibían una exquisita educación que les llevó a la fama, como en el caso del poeta Esopo, o el filósofo Epicteto. Por sus méritos podían llegar a tener grandes privilegios e incluso obtener la libertad. No todo eran latigazos y vejaciones (que los había, por supuesto). Pero el único rasgo distintivo de los esclavos era que el pan se lo tenían que ganar con el sudor de su frente. Es decir, los ciudadanos de hoy en día nos parecemos más a los esclavos de las civilizaciones clásicas que a sus ciudadanos libres. Está claro que algo ha cambiado en el concepto de libertad y en el que antaño fue su contrario: el trabajo.
Ese cambio se produjo muy lentamente. Empezó en la Edad Media y no acabó hasta la abolición del esclavismo por parte de los ilustrados que, en nombre de la libertad humana, nos pusieron a todos a trabajar. Pero el punto de giro definitivo se da, como muy bien observó Max Webber en un libro que hoy ya es un clásico, con el nacimiento de una religión: el protestantismo. La lectura de “El espíritu del capitalismo y la ética protestante” es una lectura absolutamente recomendable. Sobre todo para todos aquellos que vivimos en países con una cultura que se sustenta en un pasado fuertemente católico (es decir, los latinos: hispanos, portugueses, italianos y griegos). Nuestra fama de vagos, improductivos y vividores no es más que un espejismo provocado por la visión que la cultura protestante tiene de nosotros. Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.