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Autoalusión (Sobre ironía 2)
Categories: Retórica

Autoalusión

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Autoalusión

Después de lo dicho en la entrada anterior, con un poco de observación, se da uno cuenta de que, de nuevo, se ha llegado al problema de la autoalusión o, por lo menos, a su antecedente. La sustitución impune de un objeto por otro (es decir, la función simbólica) requiere una gran dosis de ingenuidad. Creer que no ha habido cambio sustancial requiere un grado de atolondramiento igual que el de la mujer a la que le dan el cambiazo sustituyendo su bolso por un periódico doblado. Volviendo a la metáfora (caso particular de lo simbólico, como lo es la ironía de lo diabólico) es necesario creer que el lenguaje y el mundo son una misma cosa para que ésta sea efectiva. Como se ha dicho, olvidar la cesura.
En la ironía, sin embargo, el lenguaje se hace autoconsciente. Nadie puede ser irónico si no es consciente de que está empleando solo el lenguaje, y no el mundo.
Esto ocurre con todas las formas autoalusivas, y no solo con la ironía, y todas ellas parecen encajar en el concepto de lo grotesco de Bajtin (un poco menos, podría parecer, la tautología, pero esta sensación se desvanece cuando la descubrimos bajo la palabrería vacua del charlatán de feria de la que, como demuestra el autor, tanto se vale Rabelais). Será, por ello, conveniente detenerse unos instantes a observar de nuevo estas formas concomitantes a la ironía y tratar de ver si se dan todas a un tiempo tácitamente cuando creemos ver sólo una (del modo en que suenan todos los armónicos superiores al hacerlo un sonido fundamental) o, por el contrario, se dan de forma aislada unas de otras.
Tomare como ejemplo una frase autoalusiva planteada por Douglas R. Hofstadter“Evidentemente, acaba usted de empezar a leer a frase que en estos momentos termina de leer”. Si nos mantenemos en una concepción simbólica ante esta frase se nos resistirá. Produce en el lector una sensación de vaguedad flotante (algo así como en música la escala de tonos, que con su total simetría no define tonalidad alguna y se presenta casi como una tautología sonora). Esta apariencia de tautología viene dada por remisión a sí mismo del enunciado. Sin embargo, no se trata en absoluto de una tautología, pues es posible que el enunciado sea falso, basta con que no sea leído. Es como el futuro según las palabras de Merlín en “Excalibur”: “El futuro es como este pastelillo, uno quiere saber lo que hay dentro y, cuando se sabe, ya es demasiado tarde”. Efectivamente, la oración autoalusiva remite continuamente a lo que está por hacer, pero por eso mismo nos hace dudar de la temporalidad de la construcción de la frase. Al escribir “Evidentemente, acaba usted de empezar a leer la frase…” el resto de la frase no está aún físicamente construida, pero es necesario que exista de algún modo previo a su enunciación, pues se hace referencia a ella. Tomamos entonces conciencia de dos niveles : el proposicional y el enunciado. Ocurre, sin embargo, que la proposición es necesariamente falsa, pues es ilegible, y es necesario que haya un lector para que se cumpla la sentencia (“empezar a leer” y “terminar de leer” son los rasgos característicos de la frase). Pero una vez escrita y leída por mi se convierte en verdadera. Esta oposición entre valor de verdad de enunciado y proposición es característicamente irónica.
Se dan en esta frase, por tanto, todas las formas anteriormente mencionadas. A primera vista aparece ya el Oxímoron, en la oposición diametral entre empezar y acabar. Bajo una mirada ingenua la tautología (pues la frase solo se da al ser leída y, por tanto, siempre que se da es verdadera) que resultará ser solo tautología aparente al adoptar la mirada irónica, con la que aparecen la contradicción de la proposición (pues la proposición no está escrita, y no puede ser leída, luego la frase no es la que afirma ser) y, naturalmente, la paradoja surgida de la unión de proposición y enunciado: la frase no es verdadera ni falsa. La paradoja solo queda resuelta con la ironía: la paradoja es verdadera y falsa.

Ninguna fórmula contingente es autoalusiva, pues el valor de verdad le es dado desde fuera, según sea el estado de cosas. La oración autoalusiva lleva su valor de verdad en si misma, y por eso se remite a si misma para hallarlo. Las oraciones que se dan a si mismas valor de verdad son la tautología, la contradicción y la paradoja, que son precisamente las que carecen de significado por no remitirse al mundo. La tautología no lo necesita porque es verdadera en todos los casos, y la contradicción falsa. El oxímoron, sin embargo, es una fórmula contingente. Decir “Se quieren como el perro y el gato” es una forma de decir “se odian. Es, por tanto, una fórmula contingente con más o menos apariencia de ironía, pero en ningún caso autoalusiva. Aparece, a veces, junto con las otras formas, por mera simpatía. Llegamos así a ver que hay una especie de progresión en todas estas formas:

Paradoja: No puede ser verdadera ni falsa
Contradicción: No puede ser verdadera
Tautología: no puede ser falsa.
Oxímoron: Es verdadera o falsa.
Ironía: Es verdadera y falsa.

La autoalusión como no preformal

Vistos ya los tropos y sus relaciones con lo verdadero y lo falso, veamos ahora cómo se dan esos valores de verdad.
La forma en que se dan simultáneamente lo verdadero y lo falso poco o nada tiene que ver con una síntesis, sino que se da diacrónicamente, a la manera del grotesco medieval en Bajtin. La síntesis consiste en la cópula de un concepto y su negación lógica. Asimismo, la negación lógica requiere tal empobrecimiento del concepto que difícilmente podría darse en las sociedades primitivas, en las capas populares medievales o en los estratos más profundos de la conciencia.
Anterior al no lógico es, probablemente, la autorreferencia, que puede ser considerada una especie de no exegético. Este no exegético es una oposición a todo un sistema, no solo a un concepto. Es algo parecido a la epojé de Husserl. El hombre primitivo sabe que eso (no) es lo que se dice.
Con la autorreferencia, lo dicho se convierte en objeto. No es fácil negar algo que se encuentra dentro de lo que Wittgenstein llama “lo místico”, pero si lo es negar el símbolo que lo designa; basta con añadir la partícula negativa. Negar la vivencia de lo finito es prácticamente imposible, sin embargo es fácil componer la palabra “infinito” y tratar luego de encontrar su referencia. El concepto no tiene porque tener una referencia real para ser operativo. Basta con que sea repetido como si fuese verdadero. Es suficiente simular la verdad de un concepto para que este se comporte como verdadero.
Esto puede sonar extraño, pero se puede ver cómo ocurre en el lenguaje musical. Attali muestra en su libro “Ruidos” como la disonancia, que tiene un fundamento acústico, y no solo psicológico o histórico, puede dejar de serlo por mera repetición. Incluso el ruido puede llegar a ser aceptado como música por el hecho de ser repetido hasta la saciedad.
El hombre solo concede ser a los hechos que se dan reiterativamente. Lo que ocurre una sola vez es mero accidente. Si superponemos a lo dicho la definición de ritmo que da Matila G. Ghyka como la más acertada: “ritmo es periodicidad percibida”, podemos llegar a decir que el hombre solo contempla como verdaderos los fenómenos rítmicos. Se cosifica mediante el ritmo.
Para establecer las categorías rítmicas se constituye la aritmética (αριθμητικήα, de αριθμός=número, claramente emparentada con ρυθμος=ritmo, y ambas derivadas de ρο=fluir). Desde esta óptica, el número es una figura autorreferencial que habla de la forma en que se da la cosa (el concepto) en el mundo. No extraña aquí que Frege diga que el número es una clase de clases. Los números casi podrían considerarse distintos tropos análogos a la metáfora, la sinécdoque, &c. Es interesante examinar la relación entre el ρο (de evidentes resonancias heracliteanas) en oposición al αριθμός y el “tiempo vivido” en oposición al “tiempo medido” de que habla Schneider.
La autorreferencia, por tanto, es una forma previa a la lógica formal de negación. No toma un concepto y hace su negativo (un molde de éste) sino que toma la vivencia cotidiana, que si bien no es un concepto sí es, por lo menos, ante los ojos, y está fijada por una serie de ritmos (la cotidianidad es monótona) la vacía de sentido y le otorga otro (como el caso de los movimientos absurdamente mecánicos de Chaplin al salir de la fábrica en “Tiempos modernos”. Esto es lo que ve Bergson en su libro “La risa” cuando dice que al reír se combate con cierta rigidez en los actos. En realidad, Bergson toma en un sentido algo estrecho esa rigidez.
Esta epojé no es, como podría pensarse, un estado de indiferencia. No lleva, como pretenden los escépticos, a la ataraxia. Por el contrario, establece una tensión entre no que se siente como contradicción desgarradora desde un punto de vista simbólico. El estructuralismo (como lo haría la tonalidad clásica con un acorde de dominante, para resolver su tritono) obliga a resolver esa tensión en un si o un no que excluya al otro. Pero si se mantiene la tensión se descubre que lo que significa es entonces la cesura misma. El  y el no son contemplados como una misma cosa: una ausencia que fundamenta, después cualquier posibilidad. Por eso, para los místicos, es la nada lo que fundamenta el ser de todas las cosas. La nada es, para ellos, el propio Dios, o mejor, la unión (cópula) entre el propio místico con Él. Yo y no-yo, es decir, el mundo, queda fundamentado en un tenso vacío.
Es evidente que las formas religiosas son indispensables a la hora de intentar explicar la vivencia de las formas autoalusivas, pues estas apenas pueden escapar de la formalización hoy en día. En los siguientes artículos me dedicaré en gran medida a ellas. Pero sobre todo me centraré en el personaje propio de este límite y de sus manifestaciones, una de las cuales es el daimón, y cómo Sócrates subvierte este daimon valiéndose de la ironía y ésta se convierte entonces no en un lugar de fusión con el mundo, sino en una angustiosa escisión del yo.

 

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