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De por qué Londres está en Segorbe
Categories: Actualidad, Literatura

 

El pasado 14 de abril me llamaron de la Fundación Max Aub comunicándome que había sido el ganador de su XXV edición del concurso internacional de cuentos que organizan anualmente. Ni siquiera cuando hablé con la presidenta del jurado, Nativel Preciado, entendía muy bien lo que estaba pasando. Una cosa es fantasear con que te den un premio como este y otra muy distinta que te digan que te lo han dado. Todo parece tan normal que uno teme que le llamen a los cinco minutos para decirle: “oye, perdona, que nos hemos liado con las plicas y al final ha ganado otro (pero gracias por concursar)”.  El caso es que esa segunda llamada no se produjo y no tuve más remedio que asumir que, a veces, las cosas salen como uno las ha soñado.

El cuento lo escribí a finales de noviembre, cuando entendí que las listas de interinos al cuerpo de profesores de secundaria estaban literalmente congeladas y que este año no íbamos a ver un duro Ruth y yo. Lo de buscar trabajo de lo que sea es algo que ya no me apetece hacer. Así que decidí que, en vez de perder el tiempo mandando currículums para que me dijeran que yo no daba la talla como mula de carga, esta vez iba a intentar ganar dinero haciendo lo que realmente me gustaba. Me encerré a escribir y lo primero que salió fue un relato llamado Londres. Llevaba un año escribiendo sólo poesía (mala, pero que muy mala) y obsesionado con la Retórica, Quintiliano y la idea de que la inventio parte de la memoria y, más en concreto, de los loci (obsesión de la que este blog da buena cuenta). Por eso, supongo, el tema que escogí para el cuento fue un lugar. Tiene delito que, en sentido estricto, yo nunca haya vivido en Londres. Cuando Ruth y yo vivíamos en Brighton, cada vez que ahorrábamos algo de dinero cogíamos el tren y nos íbamos a Londres, simplemente para sentir el placer de pasear por sus calles y sus parques. Pasamos muchas tardes así. O sea que conozco bien la ciudad (si es que eso es realmente posible). Pero los recuerdos sobre los que se construye el cuento, en realidad, tuvieron lugar, en su mayoría, en Edimburgo. Escogí Londres para tomar cierta distancia y que aquello no acabase siendo un batiburrillo de historias contadas por el abuelo cebolleta.

Este es el momento en que el jurado, compuesto por Nativel Preciado, Andrés Trapiello y Jorge Martínez Reverte, anuncia el fallo ante las cámaras:

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Aún hoy, cuando veo el video, tengo la sensación de que hablan de otra persona que ha escrito el mismo cuento que yo. Pero no. El cuento 512 del que hablan es Londres. Me queda la espinita de no haber podido agradecerles personalmente el fallo a los tres miembros del jurado. Pero quién sabe, quizá pueda hacerlo algún día. Como diría el borracho de Pedro Navaja: La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida (ay, Dios…)

La entrega de premios se celebraba este fin de semana pasado en Segorbe, localidad en la que Max Aub pasaba sus vacaciones en la adolescencia desde que llegó a España con 14 años y donde ahora se ubica la sede de la fundación que lleva su nombre y vela por su legado. Segorbe es un lugar con una ubicación peculiar: pertenece a la provincia de Castellón, aunque está más cerca de la ciudad de Valencia que de Castellón de la Plana, y he podido comprobar que mucha gente cree erróneamente que forma parte de la comunidad autónoma de Aragón. Desde el primer momento me sedujo esa inquietante ubicuidad.

A la Velada Literaria en la que se hacía entrega de los premios asistimos Ruth, mis padres, mis tíos de Alicante y yo. Mis padres fueron desde Barcelona y mis tíos nos llevaron a Ruth y  a mi desde Alicante. El paisaje interior de la Comunidad Valenciana no tiene nada que ver con el litoral. Si éste último se caracteriza por ser bien un secarral, bien una aglomeración  urbanística incontrolada (cuando no las dos cosas a un tiempo) el interior es un vergel. Según mi tío Manolo, se trata de la comunidad que acumula mayor masa vegetal en toda España. Comimos en Alcoy, pasamos por Valencia, Sagunto y, finalmente, entramos en la comarca del Alto Palancia para llegar a su capital: Segorbe.

Segorbe

Aunque la entrada desde la autovía no es muy espectacular, cuando uno se mete en el casco viejo del lugar se huele la historia en cada esquina. En ella tuvo gran importancia en la Edad Media la Casa de los Luna, familia emparentada con la realeza (Martí l’Humà casó con la segorbina María Luna y se instalaron en Segorbe) y de la que salió incluso un papa: el Papa Luna, protagonista en el gran Cisma de occidente. Además de todo eso, es sabido que el ajedrez moderno nace en el Reino de Valencia, pero lo que no es tan conocido es que su primer tratado fue escrito precisamente en Segorbe por Francesch Vicent, cosa que me hacía visitar la ciudad con especial emoción.

Llegamos ya mediadas las seis de la tarde y nos alojaron en el hotel Maria Luna, nombre de claras resonancias históricas. A penas tuve tiempo de darme una ducha, cambiarme de ropa y revisar por enésima vez el discurso. Cuando un mes antes me pidieron que dijera unas palabras en la recogida del premio pensé que lo más conveniente sería no preparar nada y dejar que las palabras surgieran por sí solas al calor de las emociones, pero el día anterior a la entrega cambié de opinión. Toda buena improvisación está cimentada en la preparación. Las musas sólo bajan al mundo cuando se les ha allanado el camino, no están dispuestas a mancharse los pies atravesando lodazales, así que llevaba escrito un DinA4 por si las moscas. Y menos mal, porque mucho me temo que, de no haber sido así me hubiese quedado completamente en blanco.

Luego Ruth y yo bajamos a la recepción y estuvimos charlando un rato con uno de los miembros del comité científico de la Fundación Max Aub y la recepcionista del hotel, que fueron muy amables y nos indicaron lugares interesantes que podíamos visitar al día siguiente. El asunto del discurso no dejaba de rondarme por la cabeza y me estaba poniendo cada vez más nervioso, así que cuando a las ocho vinieron a recogernos para llevarnos a los Salones Iubeda yo ya andaba un poco atacado y no me enteraba de casi nada de lo que me decían. Saludé maquinalmente a todo el que me presentaron y me di cuenta con algo de retraso de que me acababan de presentar a dos hijas de Max Aub. No estaba seguro, pero eso es lo que me pareció haber oído. Me hubiese gustado ser más efusivo, más cordial, menos protocolario, pero es que en ese momento no me estaba enterando de nada de lo que pasaba a mi alrededor. Por no decir, ni siquiera les dije que me gustaba mucho Las Buenas Intenciones, que hasta el momento es el único libro de Max Aub que he leído, y que tenía muchas ganas de leer La Gallina Ciega, de la que todo el mundo dice maravillas. Nada. Yo decía a todo que sí y me ponía donde me decían.

En la puerta de los Salones ya había mucha gente esperando. Debía haber allí unas cien personas, si no más (soy muy malo calculando este tipo de cosas) Entramos, nos sentamos y empezó la entrega. Primero dieron las dos becas de investigación que concede la Fundación, que recayeron sobre  el cubano Rafael Acosta y la española Carmen Cañete, afincada en Miami. Luego se hizo entrega del premio comarcal de cuentos a Mafalda Bellido, que hizo un discurso muy emotivo, y luego me tocó el turno a mi.

Rafael Calvo, Mª Luisa Aub, Elena Aub y yo.

Me hicieron entrega del premio las hijas de Max Aub, MªLuisa y Elena Aub Barjau. Me emocionó notar el cariño con que me lo daban. Por un momento llegué incluso a olvidar el discurso que tenía que dar en pocos segundos y me limité a disfrutar del momento. En la foto se nota que estamos todos muy contentos. La estatua que sostengo pesa una barbaridad. En la otra mano tengo un diploma y un cheque que me me va a permitir despreocuparme de ganar dinero durante muchos meses y concentrarme en escribir. Al fondo, la imagen de Max Aub parece que también quiere unirse a la celebración. Con una cita suya empieza el discurso que di: Escogidos, al azar; pero escogidos. No olvidarlo; aun en lo peor, acordarse de ello. Según me han dicho, leí a todo trapo.No levanté la vista del folio que me había llevado como salvavidas en caso de que la inspiración no me brindase algún chascarrillo improvisado (cosa que tenía claro que no iba a ocurrir desde hacía horas). Con lo mal que suelo leer en voz alta no me puedo quejar. Salió de un tirón.

Tras leer el discurso ya no tenía motivos para estar nervioso, así que en adelante me dediqué a disfrutar de la velada. Pasamos todos a un comedor y nos sentamos en nuestros respectivos sitios, igual que en una boda. A los dos premiados nos ofrecieron guardarnos las estatuas del premio para que no nos estorbase durante la cena, pero los dos tuvimos la misma reacción que, vista ahora, me hace gracia por lo infantil: nos aferramos a nuestras estatuillas y dijimos que no, gracias, como si temiéramos que nos la fueran a robar. Supongo que uno necesita tocar las cosas para creérselas, y debíamos estar los dos pasando por momentos de incredulidad. Como niños con zapatos nuevos.

La cena no sólo fue deliciosa sino también abundante, cosas ambas que me encantan. Tanto es así que no pude acabarla, algo insólito en mi. Quizá tenga que ver que habíamos comido bien con mis tíos en Alcoy, quizá la emoción del momento hizo que se me encogiera el estómago, en general dispuesto a engullir todo lo que le salga al paso, como si es placton. Luego sacaron un pastel para celebrar el vigesimo quinto aniversario del certamen. Elena Aub fue la encargada de darle el primer tajo al pastel. Y entonces, desde el fondo, vi al gerente de la Fundación, Francisco Tortajada, acercarse a mi mesa con algo en la mano. Este es el primero, para tí, me dijo, y a penas tuve tiempo de entender que me estaba dando el primer ejemplar de Londres, mi relato, convertido ahora en libro. Es un librillo fino, de sólo 43 páginas, pero muy bonito. Si me hubiesen preguntado cómo quería que lo editasen, sin duda, habría dicho que como lo han hecho: con cuadernillos cosidos, no pegados como suelen editar los libros (una encuadernación pegada es condenar al libro a muerte en un plazo de diez o quince años) con una ilustración de Jusep Torres i Campanals (un pintor surgido de la imaginación de Max Aub) en la portada y un prólogo de Nativel Preciado.

 

Joven lectora

A partir de ahí las imágenes se suceden en mi cabeza de forma un tanto atropellada. Se acercó a mí Elena Aub y me pidió que le firmara su ejemplar antes de que se formara una cola. Como yo no llevaba bolígrafo me dejó el suyo, lo destapé y me quedé unos segundos delante de la primera página. Es que nunca he firmado un libro, le dije, tratando de excusar por adelantado la torpeza de mi dedicatoria. Así que puse algo así como que me hacía mucha ilusión firmar un libro por primera vez, y que lo dedicaba cariñosamente. Cuando me quise dar cuenta, su vaticinio ya se había cumplido: levanté la vista y vi a unas cuatro o cinco personas con el libro en la mano esperando para que se lo dedicara y pensé: ¡Ay, Dios!, ¿qué le voy a poner a toda esta gente?. Como si me hubieran leído el pensamiento, oí una voz a mis espaldas (no tuve tiempo de ver quién era) que dijo: tú no te preocupes, limítate al clásico “afectuosamente” y firma. No se cuanto rato estuve firmando ejemplares, pero a cada dedicatoria que hacía pensaba: se van a creer que soy idiota. Puse todo mi empeño en que todas las dedicatorias fuesen distintas y fracasé estrepitosamente. Por mucho que uno se esfuerce en ser original, al final, todas las dedicatorias parecen iguales. Todo lo que conseguí fue entrar en una especie de trance en el que mi mano iba más rápida que mi cerebro. Sospecho que debí incurrir en todo tipo de incoherencias y anacolutos. Por alguna razón, incluso me salía mala letra, quizá en un intento inconsciente de que al leerlo pensaran: pobrecito, mira que letra… no debe tener muchas luces. A cada ejemplar que devolvía me daban ganas de pedir perdón por las chorradas que ponía. Quizá hubiese debido atenerme al clásico “afectuosamente”, como me recomendó aquella voz anónima (aún ahora me pregunto de dónde salió exactamente, si no la imaginé yo) pero me resistí con todas mis fuerzas. Si ponía cariñosamente automáticamente pensaba: te tomas muchas confianzas. Si ponía afectuosamente: macho, qué frío eres. En las breves palabras que intercambiaba antes de la firma trataba de encontrar algún motivo en el que basar la dedicatoria, pero me di cuenta de que ese tampoco era un buen sistema cuando me descubrí escribiendo acerca de la victoria del Barça. Al final encontré tres puntos de apoyo: 1.- Cariñosa/afectuosamente, 2.- Espero que te guste y 3.-  una frase azarosa, optativa, que dependía de la inspiración del momento. Alternando el orden uno logra ya cierto número de variaciones: A fulanito con cariño, (frase azarosa), espero que te guste,  o Espero que te guste, fulanito, (frase azarosa), con cariño. En los momentos en que no surgía ninguna frase azarosa, al menos, quedaba la pobre fórmula: A fulanito con cariño, espero que te guste. Al final, llegué a escribir varios Afectuosamente. Al menos intenté que no fueran seguidos.

 

Intercambiando firmas con Mafalda Bellido, ganadora del comarcal

Mientras tanto, varios miembros de la fundación dijeron unas palabras en homenaje al XXV aniversario del certamen y pusieron un video conmemorativo. Mi atención sólo pudo ser intermitente, mientras iba barajando mis tres frases como un trilero, trataba encima de escuchar. La cola se volvió entonces también intermitente y pude ver, en otra mesa, a Mafalda, la ganadora del comarcal, en la misma coyuntura que yo. Cuando tuvimos oportunidad, nos intercambiamos ejemplares dedicados y apareció la Televisión de Castellón para entrevistarnos.Hablamos de literatura, de autores, y no sé muy bien qué cosas dije sobre  Borges (mientras Ruth se reía, porque sabe que no me gusta nada), Cortázar, Proust (de quien sólo he leído fragmentos, a decir verdad), Kafka, James Joyce y Roberto Bolaño.  Al entrevistador también le debía encantar Bolaño, porque asentía entusiasmado a todo lo que dije de él. Luego me pidió que le firmara un ejemplar y, a ser posible, otro al cámara. La dedicatoria que le hice al cámara es la única que recuerdo de forma más o menos literal, quizá porque con ella toqué fondo. A fulanito, cariñosamente. Espero que me hayas sacado guapo. Espero que te guste. El nivel de redacción apenas supera el de un niño de siete años. Sin el contexto de la entrevista, la dedicatoria es completamente descabellada. Imagino a su mujer mirando perpleja la dedicatoria y preguntando: ¿pero qué quiere decir con esta dedicatoria?, y él respondiendo: no lo se, cariño, pero fíjate en la letra… no debe tener muchas luces. Estoy convencido de que fingir mala letra fue lo mejor que hice en toda la noche.

Cuando fui a devolverle el bolígrafo a Elena Aub me di cuenta de que, poco a poco, la gente había ido yéndose. La velada había terminado. Quedábamos en el salón los ganadores y nuestros acompañantes. Con el boli en la mano miré a Ruth. Qué pena. Qué rápido pasan los buenos momentos. Menos mal que nos los llevamos en la memoria para saborearlos con calma después, en la tranquilidad de nuestra vida rutinaria. Nos regalaron una bolsa llena de ejemplares del libro y nos acercaron al hotel, pero no teníamos ganas de ir a dormir. Fuimos a pasear. Nos perdimos en la noche segorbina, por sus calles, anduvimos a lo largo de sus murallas. La temperatura era perfecta. Corría algo de aire. Luego no supimos volver y acabamos llegando a nuestra habitación pasadas las tres de la madrugada. Leímos el relato ganador del comarcal. Luego Ruth se durmió y entonces, en silencio, abrí un ejemplar de Londres y lo leí. Por primera vez, algo que yo había escrito estaba en las páginas de un libro. Se me hacía extraño y de nuevo tenía la sensación de que alguien había escrito el mismo cuento que yo, pero poco a poco esa sensación fue desapareciendo y fui entrando en el relato, volví a las calles de Londres, a Picadilly, a Charing Cross. Recordé la estación de Croydon, que encontrábamos siempre de regreso a Brighton. Volví a Portobello, y al piso en el que convivimos con una polaca (que no se llamaba Katzarzyna) y dos lesbianas que no eran polacas en la calle South Clerk, que no está en Londres. Volví a caminar sobre la hierba de Hyde Park, escenario en el relato de una despedida que en realidad se produjo muchos quilómetros al norte, en los Meadows de Edimburgo.

 

MEADOWS, EDIMBURGO. EXT. NOCHE

Fue precisamente en Meadows donde vi la figura de un hombre de aproximadamente mi edad. Se estaba haciendo de noche y había caído una niebla espesa, característica del Mar del Norte, que los escoceses llaman haar. No me di cuenta de que continuaba en Segorbe, de que me había dormido, de que lo estaba soñando, y reconocí la figura de inmediato.

- ¿Pero tú no estabas en Cuenca?- pregunté, sintiendo que no era preciso que nos saludáramos.

- Ya no- respondió, aún a varios metros de distancia. No podía verle bien la cara, pero sabía que era Ariel, el protagonista de mi cuento.

- ¿Y qué haces aquí?, tu lugar es Londres.

Ariel se encogió de hombros y no pude evitar una carcajada. Esta vez fue él el que preguntó:

- ¿Y tú de qué te ríes?

- De ese gesto- señalé sus hombros- así te los has camelado a todos.

Aunque seguía sin verle la cara, sabía que estaba sonriendo.

- ¿Entonces les ha gustado?- en su voz pude notar cierta ansiedad, una ligera impaciencia que hizo que su voz sonara como la de un niño pequeño.

- Eso parece, Ariel. Pero me parece que todos se han creído que eras yo.

- ¿Tú? Pues vaya. Supongo que les has seguido el juego- esta vez fuí yo quien se encogió de hombros. -Dales las gracias de mi parte.

Nos quedamos en silencio un rato. Al fondo se veían siluetas paseando. Olía a hierba fresca y llegaban rumores lejanos de un grupo de jugadores de cricket.

- Se está bien aquí- dijo al fin.

- Puedes quedarte, si quieres. Sólo tienes que fingir que estás en Londres, que Webster’s Land es Portobello, que Marta es toda aquella gente de Brighton, que Tollcross es Trocadero, que South Clerk es Croydon y que tienes un hermano que nunca viene a verte.

-¿Sólo eso?

-Sólo eso.

- ¿Y tú que vas a hacer?

- Yo tengo que volver- dije con resignación.

- Quizá eso sea lo mejor -por más que lo intentaba no lograba ver su rostro, y me preguntaba si en realidad lo había visto alguna vez-  Ya nos veremos.

- Si, ya nos veremos- respondí a modo de despedida mientras su vaga silueta se daba la vuelta. Pero los dos sabíamos que no: que ya no volveríamos a vernos más. Que Ariel, en adelante, tendría su propia vida y yo la mía. Mientras se alejaba hundiéndose en la niebla, me pareció que silbaba algo, quizá un tango, quizá no. Es posible que fueran imaginaciones mías. Entonces, solo, en mitad de los Meadows, supe que estaba en Segorbe. Y me alegré por él.

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